PETRO EL PEDAGOGO

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Por Diego Andrés Escamilla Márquez

Independientemente de las reformas que logre adelantar o de la cantidad de obras y recursos que ejecute, el legado más importante de Petro está en el orden de lo pedagógico. Después de oír por casi medio siglo la retahíla de las élites colombianas sobre las supuestas bondades de una economía de libremercado; la bazofia sobre las «ventajas” de educar a nuestros niños y jóvenes en la competencia y el individualismo; las mentiras reforzadas sobre la generación de empleos a partir de sacralizar intereses privados y condonar impuestos a los ricos; o los sofismas de seguridad según los cuales las soluciones militares (y paramilitares) son el camino hacia la paz; ha emergido en los últimos años, de la mano de la oratoria de Gustavo Petro, un contradiscurso que busca criticar y desaprender esas y otras ideas que, plantadas en la psiquis colectiva de los colombianos, mediante medios masivos de comunicación e instituciones educativas y religiosas, fungen hoy como una especie de sentido común.

Cada discurso o intervención de Petro, en eventos nacionales o internacionales, es una clase catedrática del más alto nivel. A diferencia de los anteriores mandatarios, Petro ha puesto al país a pensar y a discutir temas complejos que antes parecían del resorte exclusivo de gente especializada: así, cualquier colombiano de a pie, hoy tiene opinión y criterio sobre el problema medioambiental, la cuestión tributaria, la reforma laboral, el sistema de salud, la política pensional, etc. Quizá muchas de las opiniones y criterios sean contrarios a los del Presidente, pero lo cierto es que estos temas se conversan y se discuten en el día a día, incluso en los ámbitos más informales. Este primer aspecto es sumamente importante en el acto pedagógico, pues, guardando la analogía con el aula de clases, que los estudiantes participen y se interesen en los contenidos abordados por el docente, estimula y facilita los procesos de aprendizaje, el pensamiento crítico y la creatividad. Si extrapolamos el aula de clase a los espacios de deliberación pública, grandes o pequeños, formales o informales, virtuales o presenciales, y asociamos la participación de los estudiantes con la participación ciudadana, encontraremos entonces una sociedad viva, despierta, propositiva y actuante, semejante a un salón de clases en donde los estudiantes se han tomado la educación en serio.

Los medios de comunicación hegemónicos y los sectores sociales y políticos afines a ellos, se molestan con Petro, justamente, porque cada vez que hace su “cátedra”, los ciudadanos, tal cual estudiantes, empiezan a polemizar, hacen ruido, piden la palabra, se ofuscan, levantan la voz, etc. A los grupos dominantes, igual que pasa con la educación tradicional, les gustaría ver a las ciudadanías calladas, sentadas cada cual en su puesto de forma «decente», sin que hagan el mayor ruido en el salón de clase y obedientes al dictado del maestro. Petro no comparte ese tipo de pedagogía. Él es el maestro rebelde que pone en aprietos a rectores y directivos, a padres de familia, incluso a parte del estudiantado, pero que otros aprecian porque sienten que de verdad enseña, que hace pensar y, en ocasiones, motiva cambios de manera positiva. Por esas razones, Petro es de esos profesores que siempre están al borde de ser despedidos, no por falta de responsabilidad o inteligencia, sino por atreverse a desafiar los cánones establecidos.

La gran mayoría de nosotros recordamos con cariño y admiración a docentes que en la escuela, el colegio o la universidad, dejaron una huella positiva en nuestras memorias gracias a su profesionalismo, dedicación y empatía. Muchos de estos docentes nos hicieron recapacitar, nos formaron éticamente, nos aportaron conocimientos que nos ayudaron a realizar transformaciones personales y colectivas, aunque, algunas veces, nos contrariaran porque no entendíamos todo lo que nos enseñaban o porque nos exigían que fuésemos tan adelantados como ellos. No recuerdo ningún presidente de Colombia que haya dejado, entre sus conciudadanos, una huella similar a la de este tipo de docentes. Me temo que Petro será el primero. Los que podrían haberlo hecho, anteriores a él, no alcanzaron siquiera a ser presidentes, los mataron. Como dijo William Ospina en el 2013 sobre un presidente latinoamericano ya fallecido, quizá Petro sea el primer presidente de Colombia en entrar a “la mitología de los altares callejeros”[1].

Alguien podría refutar lo anterior, argumentando que la pole position en ese altar la tiene Álvaro Uribe Vélez, pues fue un presidente que en su momento gozó de una popularidad, que Petro todavía no alcanza, y cuyos discursos y alocuciones calaron muy hondo en la mentalidad de la época, no solo en Colombia, sino también por fuera de ella. No obstante, volviendo al símil que hemos planteado con el acto pedagógico convencional, Álvaro Uribe sería ese profesor “tramador” al principio que luego, con el paso del tiempo, se desdibuja, porque se descubre que miente, que acepta cohechos, que está más preocupado por sus beneficios individuales que por el bienestar de los estudiantes, que en momentos de crisis se pone al lado de los tradicionalistas, que aconseja a su alumnado saltarse cualquier precepto moral y tomar atajos tramposos, y que cuando es descubierto en tan nefastas andanzas, lo niega todo y se hace el “digno”. Ese tipo de profesores no perduran en el recuerdo del estudiantado, o si lo hacen no es ni por cariño ni por admiración, sino por repudio. Ese es el lugar mitológico que le corresponderá a Álvaro Uribe Vélez, el mismo que tienen Laureano Gómez, Augusto Pinochet o Benito Mussolini.

No hay manera que Petro ocupe ese mismo sitio en el recuerdo colectivo. En primer lugar, porque no se vislumbra, a pesar de los ingentes esfuerzos de medios de comunicación, opositores y empresariado, estrategia alguna que le haga corromperse. En segundo lugar, porque de llegar al poder nuevamente la extrema derecha, no habrá satanización, ni política de borrado, que pueda dar al traste con las ideas y el ejemplo de Petro. Quizá, como han intentado hacer con Marx, Lenin, Mao y el Che Guevara, logren que el descrédito dure un tiempo relativamente significativo, pero en últimas será inútil, no solo porque tarde que temprano los hechos se imponen a los relatos, sino porque la memoria de los pueblos, por un medio u otro, siempre termina recordando, con un dejo de heroísmo, a aquellos que han tratado hacer de la humanidad una experiencia cada vez más digna para todos.

Claro, Petro no está a la altura de los revolucionarios más destacados, pero su existencia mitológica ya es comparable con la de Nelson Mandela, Patrice Lumumba, Pepe Mujica, Salvador Allende o el mismo Jorge Eliécer Gaitán. No es un asunto de meras percepciones subjetivas, ni tampoco de una adhesión encandilada, se trata de hechos objetivos: no hay manera de bajar el respeto y el entusiasmo que la figura de Petro despierta nacional e internacionalmente. “¿Y si lo asesinan o lo tumban?” Menos. Si algo así ocurriera, Petro quedaría elevado a la estratosfera simbólica de los personajes épicos de la historia. No por ello las burguesías, especialmente las de extrema derecha, van a dejar de lado las ideas golpistas o magnicidas. Ellas pueden tolerar un héroe mítico más, con tal de no perder definitivamente el poder.

Además de su metodología deliberativa y provocativa, Petro, en su versión de pedagogo, ha vuelto a recuperar la historia como un conocimiento útil para la concienciación de los de abajo. En algunas ocasiones puede haberse descachado, pero en lo fundamental, las interpretaciones que hace de los hechos históricos coincide con las de los más destacados historiadores, añadiendo, dado su rol de presidente, unos alcances de divulgación envidiables para cualquier historiador; pero (y es lo más importante en su papel de dirigente), el manejo que hace de la historia le permite materializar, mediante la creación y aplicación de política públicas, ciertas las lecciones dejadas por la misma. El uso de la historia por parte de Petro, tiene, por tanto, una dimensión pedagógica que va más allá de la divulgación del conocimiento histórico: busca concientizar a los oprimidos de su opresión y transformar tales condiciones opresivas hacia situaciones de mayor libertad y dignidad humanas. No es una transformación a carta cabal, porque el horizonte ideológico de Petro no es revolucionario sino reformista. Pero hay que reconocerle al presidente la sinceridad de sus intenciones por mitigar las brechas de la desigualdad social, los impactos de la crisis climática y las secuelas de la violencia en los más vulnerables.

Por último, y relacionado con lo que acabamos de decir, el rol pedagógico de Petro también puede tener una acepción de incompletitud. Es decir, por más progresistas y acertadas que sean sus propuestas sobre la paz, la justicia social, la justicia ambiental, la planificación económica multilateral y la política contra las drogas, sus tesis quedan incompletas si no se plantea la lucha por un sistema económico que supere el capitalismo. Petro es consciente que el capitalismo ha generado la crisis social, ambiental y emocional que hoy sufre la humanidad, pero insiste en apelar a la buena voluntad y a la inteligencia de los burgueses, nacionales y mundiales, para solucionarla. Cuando se ha dado cuenta, como en Davos, que los ricos del mundo no pueden ni quieren solucionar la crisis mencionada, ha convocado a la movilización mundial de la humanidad; y cuando se ha percatado que en Colombia las élites no quieren aceptar ninguna reforma, también ha llamado a trabajadores y campesinos a movilizarse y tomarse las calles; pero en el fondo sigue esperando que todas estas contradicciones se resuelvan sin revolución. En un acto de lucidez y humildad, tal vez consciente de esta encrucijada y de que su gobierno no sería capaz de torcer los intereses del Estado hacia los más desfavorecidos, Petro le dijo al pueblo que de ser necesario, pasara por encima de él. En esto quizá Petro tenga razón: su presidencia debería enseñarnos, lo que nos enseñó la presidencia de Salvador Allende en 1973, que el cambio a favor del pueblo solo lo puede hacer el mismo pueblo y que las burguesías, por bienintencionadas que sean (y no lo son), se oponen violentamente a dicho cambio y solo la organización popular puede derrotarlas.

Ahora bien, si los pueblos del mundo no desaprenden las ideas del capitalismo, y no se esfuerzan por aprender nuevas formas de concebir la organización social, ligada a los genuinos intereses de las clases trabajadoras (socialismo), por más movilizaciones que haya, seguirán atrapados en los mismos problemas de manera definitiva, incluso hasta extinguirse. Bien lo plantea un colega (Sergio Benítez): ningún pedagogo o maestro puede enseñar nada si los estudiantes no quieren aprender.

Las cátedras de Petro son de una inteligencia sobresaliente. La ciudadanía (especialmente la ciudadanía de derechas) debería asirlas y comprenderlas, antes de desacreditarlas visceralmente; pero, por otro lado, la ciudadanía también debería superarlas (especialmente la ciudadanía de izquierdas), ir más adelante de ellas (no más atrás), solo así se cumpliría el objetivo fundamental de la educación: el progreso social.


[1] https://www.elespectador.com/mundo/america/chavez-entrara-a-la-mitologia-de-los-altares-callejeros-article-396288/


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